Diario de los casi 40 años (11)

rotulismo

2001 y 2002 fueron dos años durísimos, espantosos, terribles, para vivir en Argentina. Quienes estábamos vivos en aquel momento (aunque tendríamos que discutir largamente para saber qué significa exactamente eso), y teníamos cierta edad consciente, racional, adulta, madura (otra vez me metí en un berenjenal, porque qué diablos significan todas esos términos que hoy me suenan a farsa), bien sabemos lo desconsolador que era vivir aquí en esos años críticos.

En medio de las bombas nucleares que caían a diario en nuestra cotidianeidad más ramplona, y para desmentir lo que acabo de escribir recién, yo estaba pasando un (dentro de todo) buen año: durante todo el 2001 ensayaba una obra de teatro, que estrenaríamos al año siguiente, y que para mí significó un quiebre total y absoluto, (al menos así lo sentí en aquel momento y por muchos años). Una obra que me permitió conocer a muchos amigos nuevos y que me instaló definitivamente como actor, aunque luego eso fuera puesto en crisis por mí, como casi todo en mi vida. Es recordada la escena, (incluso salió un recuadro en Página 12 sobre este momento), en que yo le tocaba largamente el culo a un maniquí, mientras emitía sonidos extraños y extrañados, distantes y excitados a la vez. Aquella obra se llamaba “El viaje de Mirna” y aún hoy la recuerdo con gran cariño.

Noto sin embargo, que a medida que este diario avanza mis introducciones se hacen cada vez más largas, mis digresiones aumentan, me vuelvo más rizomático, o para decirlo en criollo, me voy por las ramas. Es que quiero contar todo y eso claramente no es posible. Sin embargo viviré con ese ímpetu hasta el final, me imagino, o moriré en el intento. Tal es mi temperamento tercamente taurino.

2001 fue un año marcado por mi decisión de atenderme con una fonoaudióloga, a ver si de una buena vez por todas atacaba de manera frontal, cruda y directa, mis problemas al pronunciar esa letra “r” fuerte, la que está al principio de las palabras, o la que se ubica entre medio, como doble “r”. Mi manera afrancesada de pronunciar las “r” fue lo que siempre me causó, desde mi más tierna infancia, dolor, temor, temblor, complejos de todo tipo y calibre. Siempre sentí que me faltaba algo (aún ahora lo siento), siempre pensé que era menos que los demás, quienes además (malditos pendejos, nenes de mierda, ya van a ver) se burlaban de mí por eso.

Así que a los casi 26 años decidí atacar mis problemas de “rotulismo”, tal como le llamaba mi fonoaudióloga Gladys a esta enfermedad (aunque luego descubrí que tal enfermedad no existe o no figura en los anales médicos, pero esa es otra historia, como dije no puedo contarlo todo). Años más tarde montaría una obra teatral en Konex, llamada “Diagnóstico: rotulismo” (para más detalles ingresar a: http://rotulismo.blogspot.com.ar/), que fue mi único y más grande (porque al ser el único, debo exagerar al mango) éxito teatral de mi (por aquel entonces) promisoria carrera como autor y director. Hice lo que hacía siempre, en calidad de actor, pero ahora de manera explícita: en la obra actuaba de mí mismo, recreando el estado de debilidad anímica y psicológica que tuve por aquel entonces, cuando me encontré con la verdadera Gladys, quien no sólo me curó del rotulismo, sino que llegué a desarrollar con ella un vínculo afectivo muy poderoso, una relación que llegó al límite de lo amoroso (ojo que si están esperando en este punto una historia de sexo desenfrenado en el consultorio, lamentablemente para ustedes, queridos lectores amarillistas, debo decepcionarlos: nunca hubo ni siquiera un casto beso).

Gladys tenía más o menos 40 años, estaba preocupada por la situación del país (como todos, quién no en ese momento), atendía a nenes con una edad promedio de 4 o 5 años (es decir que yo era el único interlocutor “adulto” con el que hablaba en todo el día, además de su madre, quien no paraba de llamarla insistentemente al consultorio y darle “consejos” y “recomendaciones”), y había sufrido una tragedia amorosa de grandes proporciones. A punto de casarse, quiero decir en la semana misma de su casamiento, con el vestido ya probado, la iglesia reservada, la comida y el salón ya contratados y listos, su novio murió en un accidente. Todo esto lo supe varios meses después, a poco de que ella me diera de alta, a mediados de 2002. Recuerdo aquel momento como un instante de gran conmoción, la recuerdo con la mirada perdida, al borde del llanto. Me recuerdo incluso a mí mismo muy conmovido por su relato.

Para ese entonces habíamos llegado a desarrollar una relación mutua de gran afecto, cariño y comprensión. Para ese entonces también sabía que Gladys necesitaba ser escuchada y eso es lo que hacía, mientras yo hacía a la vez los ejercicios que había practicado en la semana, (y que incluían cosas muy grotescas como sostener lapiceras con los labios fruncidos, modificar la posición de la lengua al hablar y emitir sonidos onomatopéyicos ridículos e impronunciables, que me avergonzaban hasta tal punto que no podía dejar de sonrojarme todo el tiempo, porque me sentía tan patéticamente vulnerable en sus manos), ella me contaba, sin prisa pero sin pausa, la historia de su vida.

Poco a poco en las sesiones fueron ocupando cada vez menos lugar los ejercicios, y mucho más las narraciones de su vida, y en mucha menor medida, mis respuestas sobre mi vida frente a alguna pregunta que ella me hacía. Poco a poco todo esto fue incomodándome cada vez más. Poco a poco me fui distanciando mentalmente. Poco a poco, pero a pasos agigantados, deseaba que las sesiones se terminaran lo más pronto posible. En el pasillo del consultorio, mientras ella me retenía con sus relatos, los nenes de 4 años se apilaban haciendo quilombo, mientras sus madres pugnaban por contenerlos.

Y sin embargo siempre pude reconocer (aún hoy lo hago), que lo que Gladys me ofreció fue una gema, un auténtico regalo. Ella me ofreció sus experiencias, su recorrido vital, expuso sus sentimientos. Eso demostraba una gran confianza en mí y era una sincera y sentida muestra de afecto. Cuando alguien hace eso conmigo, siempre y en cualquier circunstancia, no puedo más que estarle muy agradecido. Es un lujo en estos tiempos utilitarios, desangelados, ávidos de consumo.

Nunca voy a olvidar aquel consultorio de la avenida Chiclana, en Parque Patricios, a pocas cuadras de la casa de mis padres. A muchas menos aún de la casa de Francisco, de la que algún día deberé escribir en este diario.

Lo último que recuerdo es a Gladys dándome el alta, diciéndome que la fuera a visitar de vez en cuando y aclarándome que nunca había visto a un paciente como yo, pues eran tan enormes mis ganas de curarme, que fui capaz de hacer un desmesurado esfuerzo para recuperarme de mi aflicción al rotulismo. Enfermedad a la cual, finalmente, luego de un año y medio de arduo trabajo, logré vencer.

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