Diario de los casi 40 años (14)

pizarrón

La imagen de hoy es anecdótica, casi diría que finísima. Es imposible escribir una entrada con esta anécdota tan mínima, tan insignificante, pero es justamente lo que pienso hacer. Quizás porque lo que hoy me ocurre tiene lugar en otro plano. Se encuentra más allá, en el fuera de campo de este diario. En el off de mi propia vida. Casi en los límites, en los bordes, en los recovecos más oscuros e inaccesibles de mi atolondrada cabeza. Hoy estoy entonces en modo unplugged, desconectado, desenchufado. Hoy me encuentro más que nunca en otro lado. Lejos de mí y de mi memoria (por ende de mi pasado, mi presente y mi futuro), lejos, muy lejos de este diario.

Noviembre de 1985. Última lección oral del año. Fin del ciclo lectivo. Se acaba para mí (se acabará para siempre, no pienso regresar nunca más a esa instancia aunque tenga que revivir mil vidas, cuántas veces soñé con que tenía que volver al colegio como el infierno más temido, el castigo más terrorífico, la noche más oscura de mi alma), el quinto grado división B. Nunca más quinto grado, un año en que recuerdo haber sufrido mucho, quizás porque me sentaba en el fondo y ya no comenzaba a ver lo que estaba escrito en el pizarrón (faltaba mucho tiempo aún para que usara anteojos, como ahora), o quizás simplemente porque estaba creciendo, ya tenía diez años e intuía de alguna manera un tanto profética, todo el quilombo que se avecinaba.

Como siempre me ocurría, esa vez fui llamado al frente, a rendir la lección. Un momento de alta tensión, de nerviosismo al mango. Ciencias naturales o algo similar, era el tipo de “saber” (las comillas indican claramente que considero que nunca, nunca, nunca, se enseñó algún tipo de saber en la escuela, este lugar es una matanza, un lugar al que solo se debe sobrevivir, la antesala de la fábrica, del desempleo, del purgatorio, del infierno, de la muerte), que estaba en juego. Aunque sufriendo (mi teoría es que en los años pares era un excelente estudiante y en los impares me desconectaba por completo y me iba a vivir una temporada en mi mundo interior, por lo que la escuela pasaba a no importarme para nada, y justamente aquel era uno de estos últimos años), logré aprobar la lección. Eso significaba el final del tortuoso quinto grado. Lo sabía. Vaya si estaba enterado. Lo sabía y lo festejé como tal. Aún hoy recuerdo el largo camino de regreso hacia el último asiento, bien a la derecha del aula, y el bailecito y el canto que me mandé de pura felicidad nomás. El problema fue que justamente este festejo disparó, sin quererlo, las risas burlonas de todos mis compañeros, (la maestra incluida), quienes me miraron instantáneamente y me señalaban con sus dedos índices acusadores y socarrones.

Nunca voy a olvidar esas miradas. Nunca voy a olvidar especialmente lo que produjeron en mí. El grado de vergüenza, de timidez, de cerrazón que esas risas y miradas generaron en mí. Inmediatamente me guardé y lo que era festejo hasta hace apenas un momento, pasó a ser un instante después el deseo de que me tragara la tierra, de devenir anónimo, pasar desapercibido frente a todos y todo.

Muchos años pasaron hasta que pudiera sacarme esa timidez de encima. Muchos años hasta que pudiera volver a ensayar otro bailecito y canto en público. De pura alegría, de gran felicidad nomás.

Un nene sensible, pensarán ustedes, lectores benévolos. Un maricón decadente desde pequeño, pensarán los otros, lectores ríspidos y aceitados.

Lo cierto es que aquella mínima anécdota fue otra de las escenas fundacionales de mi vida. Otro de los momentos que me marcaron como hierro candente. Y que me acicatearon para que, años después, mi vida cambiara por completo.

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