Clara

Me llamo Clara, pero de claro no tengo nada. Sé que tengo diecisiete años y que padezco una enfermedad muy extraña. Apenas cae el sol, envejezco de golpe. Sin previo aviso. Me convierto de pronto en una anciana. Mi papá me lo explica en el living de nuestra casa, mientras estamos sentados tomando el té, apenas unas horas antes de que mi conversión empiece otra vez. Porque yo nunca la veo ni la entiendo. Ni mucho menos alcanzo a ser consciente de sus efectos. Son los otros quienes me lo hacen notar. Mi piel se agrieta, mi cara se puebla de arrugas, me encorvo hasta casi tocar el suelo. El gris ceniza de mi pelo y el olor mustio de mi cuerpo me acompañan todas las noches. Desde siempre, desde que era apenas una nena. No sé cuándo ni cómo terminará todo esto. Esta transformación. Este rictus. Sólo sé que al despertarme cada día, dejo de ser una nocturna nonagenaria para volver a tener mis diecisiete años actuales. Mi abuelo es quien más sufre este cambio. Apenas si puede aprehender lo que me pasa. Antes de dormirnos, todas las noches, los ancianos nos sentamos lado a lado y comentamos nuestros respectivos dolores. Nuestros cambios corporales. Y cuando ya no damos más del cansancio, cada uno va hasta su habitación. Sólo que él sigue siendo el mismo anciano de siempre cada mañana. Y yo, en cambio, retrocedo hasta mi adolescencia, repleta de amigos y amigas a quienes ya no quiero ver más.