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Asombro

diciembre 5, 2021

Son las ocho en punto de la noche del último domingo de marzo. Es el final de un mes tremendamente complicado para mi dueño. En los últimos tiempos, el pobre no ha dado pie con bola. Sin embargo observo que se toma todo de muy buen talante. Aún así, pese a sus recientes desventuras, no ha perdido el buen humor, la inteligencia y la tranquilidad. Tres características que nunca le han sobrado demasiado. A veces la tragedia les hace bien a los humanos. A veces los despierta. Los saca de la inercia. A veces, incluso, hasta los vuelve mejores. Son raros los humanos. Jamás lograré entenderlos. Y eso que me paso todos los días observándolo. Se sienta siempre frente a luces de colores que a mí me harían daño. A veces lo contemplo desde abajo. Otras, desde arriba. Casi siempre estoy más bien en esta última posición. Lo veo entonces como si fuera pequeño, como una entidad diminuta. Cuando se levanta de esa condenada silla y mantiene una posición erguida, comprendo que si se me acercara demasiado podría matarme. Si realmente lo deseara. Hasta ahora nunca lo hizo. Quién sabe hasta cuanto se mantendrá en esa tesitura. Puedo no tener columna vertebral, pero sí me caracterizo por tener una escucha muy afilada. Afuera se oyen sirenas de ambulancias, bocinas de autos y gritos. Él permanece inmune a esa masa sonora. Lo noto más bien reconcentrado, vuelto sobre sí mismo, justo antes del comienzo de la semana. Cuando se cargará de obligaciones. Y quién sabe cuándo nos volveremos a ver. Porque en los días hábiles nos ignoramos mutuamente. Yo siempre estoy tranquila. No es mi culpa. Es él, que corre de un lado al otro. Que putea y maldice al cielo por tener la vida que tiene. Tan complicada. Tan repleta de cosas que detesta hacer. A veces se asusta por mi mierda. Esa que dejo distraídamente en la terraza. O en los peldaños de la escalera. Cuando eso sucede, lo espío y veo que entra pálido a la pieza. Como si mis heces fueran los ineludibles indicios de la presencia de un animal indeseable. Debería saber que no es así. A esta altura ya nos conocemos. Nos hemos visto en infinidad de ocasiones. Por más que a mí me guste esconderme en cualquier recoveco calentito que encuentre. No sé si lo dije o lo pensé: no me gustan los humanos. Incluso a él le tengo recelo. Aunque sé muy bien que no piensa hacerme nada. Aún así, desconfío de ellos. Son peligrosos. Somos seres muy diferentes. Eso es lo que nos separa: la incomprensión mutua. Pese a la indiferencia que mantenemos, lo considero mi dueño. No sé por qué. No sabría decirlo. Pienso en él casi todo el tiempo. Cuando está y cuando no. Cuando decidimos, incluso, ignorarnos mutuamente.

Es el último domingo de marzo. Es el fin de una tarde mucho más primaveral que otoñal. Mi dueño saldrá a dar una caminata cercana. Cuando regrese en menos de media hora, volverá asustado. Con el rostro desencajado. Qué es lo que ha visto. Qué le ha pasado. Es imposible saberlo. Sólo sé que me encanta espiarlo, atisbarlo desde lejos, en ese estado de incógnita. En ese asombro tan propio que a veces tienen los humanos. Cuando se creen mejores de lo que realmente son…