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Girasoles

julio 9, 2022

Estoy atado. Prohibido el paso. Me lo impiden. No es posible transgredir sus normas.

Huelo. Olfateo todo lo que puedo. Lo que tengo a mi alcance. No es mucho lo que puedo oler, desde aquí. Mi nariz es todo lo que tengo. No puedo confiar más que en ella. Nada más me ayuda. Estoy solo en esto. No tengo posibilidades de triunfar, lo sé. Nunca más voy a salir de este lugar. No quiero hacerme ilusiones. Prefiero conocer la verdad desde el comienzo. Sin anestesia.

Mi pelaje claro, muy rubio, mi morro negrísimo, mi nariz afilada, me han hecho desde siempre un ser muy realista. De cachorro supe exactamente qué es lo que quería. Y cómo eran las cosas.

Desde el principio, jamás acepté tener que percibir el mundo desde el suelo. Por eso me encanta subirme a cualquier lugar. En donde encuentro algún cajón de madera, un tacho de basura, o una escalera que me permita contemplar la escena desde arriba. Ahí me van a ver.

No me interesa tener dueño. No lo necesito. Siempre fui un solitario, un perro de vida al aire libre. Cuando me abandonó mi madre, a los cuarenta días, supe que mi destino sería la trashumancia permanente. Iría a recorrer el mundo.

He andado mucho. No tanto como hubiera querido. Siempre fui un animal de provincia. Nunca pude trascender su geografía.

Cuando me dejan suelto, camino cansinamente. Sin apuro. No voy hacia ningún lugar en particular. Nadie me espera.

Sé que van a llevarme a la perrera. O al matadero. Lo mismo da. El nombre no interesa. Es la lógica de asesinato lo que nos aterra.

Soy viejo. Me hago daño. Mis facultades mentales ya no son las de antaño. Lo sé perfectamente. Aún puedo darme cuenta de eso, en mis momentos de mayor lucidez. Que ya son muy pocos.

Tengo la columna vencida. Mis caderas están a la miseria. Ya no soportan el peso de mi cuerpo. Mis ojos apenas si pueden distinguir la luz de las tinieblas.

Le ladro a quien tengo enfrente, amigo o desconocido. Todos me importunan.

Me encanta sentarme. Apoyar mis patas traseras sobre el frío cajón de madera. Y dejarme ir. Divagar. Estar horas y horas contemplando los árboles. Entrever cómo se mueven sus hojas, mientras son mecidas al ritmo del viento.

Nunca me gustó morder. No sé por qué. Muchos me lo han preguntado.

Soy un perro raro, lo sé. No pueden culparme por eso. Tengo mi propia personalidad. Todos los perros la tienen.

No los culpo por meterme a la perrera. Los comprendo. Es el ciclo de la vida. Todo vuelve a recomenzar. Una y otra vez. Sé que mi tiempo está a punto de terminar. Sé que me convertiré en tierra, que servirá de abono para alguna maceta. Quisiera que crezca un girasol sobre mis restos. Muchos girasoles. Me gustaría ser la semilla de una serie enorme de girasoles. Bien amarillos. Como los pintó Van Gogh.

Una vez conocí a una persona. Hace muchísimo tiempo. Cuando era todavía un cachorro muy joven e impetuoso. Nos hicimos amigos. Nos volvimos hermanos. Lo seguía a sol y a sombra. Llegué a pensar en él como en mi dueño.

Era un hombre joven, de pelo negrísimo y muy desprolijo. Se vestía de una manera tan extraña. Jamás lograba combinar con eficacia los colores. Tenía un andar antiguo, vacilante, cansino. Era eso lo que más me gustaba de él.

Nos entendimos desde el principio. Sin necesidad de palabras. Nos adivinábamos con sólo mirarnos. Llegué a extrañarlo tanto, cuando se iba por las mañanas, rumbo al trabajo. A la noche, cuando regresaba, le montaba siempre el mismo numerito.

Me tiraba al piso. Lloriqueaba. Con mis patitas delanteras me cubría los ojos. Como si tuviera vergüenza.

Siempre que me hacía el avergonzado, se ponía a mi lado y me hacía un sinfín de caricias. Mimos por todas partes. En el lomo, en el hocico, en las orejas. Especialmente en la cabeza. A veces, me estrechaba entre sus brazos.

En otras ocasiones le bailoteaba. Daba vueltas y vueltas alrededor suyo. Y si estaba enojado con él, porque se había olvidado de darme de comer o de llevarme de paseo, le resoplaba, preso de furia. En esos momentos ya no era mi dueño. Era mi criado. Estaba obligado a atenderme.

Tuve que abandonarlo. Ya no podía soportarlo más. Cuando él cumplió los cuarenta, me fui de casa. El mismo día de su cumpleaños, lo abandoné. Se había vuelto hosco y hostil conmigo.

Fue una mujer. No me quería. Nunca me quiso. Y desde que ella vino a vivir con nosotros, él se olvidó de mí. Jamás me acariciaba ni me hacía mimos. Me daba de comer, sólo a veces.

Intentó bañarme. Yo no lo dejé. Me da asco el agua. Desde siempre. Para mí el agua es sólo para tomarla. Nunca para mojarse.

Desde entonces, estoy en la calle. Una vez que lo abandoné, preferí ya no entenderme nunca más con nadie.

Hasta ahora. Justo ahora. Dicen que soy un peligro para los demás. E incluso para mí mismo. Lo sé. Lo acepto. Unos instantes antes de ir a la perrera, decidí subirme a este cajón. Repensar mi vida. Recordarla.

Huelo algo raro. Aquí donde sólo hay chatarra. Ahora lo comprendo. Entiendo de dónde viene ese olor. Es un olor a girasoles y a maíz tostado. Dos olores mezclados. Distintos, pero familiares. Dos olores que me gustan tanto…

Los conocí de muy joven. Cuando era cachorro. Mi dueño me los enseñó.

Me pregunto cómo andará. Si tendrá hijos. Si alguna vez se acordará de mí.

Está a punto de atardecer. A esta hora, los girasoles ya no parecen amarillos. Se tiñen de un color naranja-azulado, que me da escalofríos. Siempre le tuve miedo a la noche. Ahora que ya soy viejo, es todavía peor.

Mañana será otro día. Me despertaré temprano. Para aspirar intensamente los aromas de una mañana de invierno, muy helada…

Aspiraré hasta morirme esos olores que me gustan tanto.