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Girasoles

julio 9, 2022

Estoy atado. Prohibido el paso. Me lo impiden. No es posible transgredir sus normas.

Huelo. Olfateo todo lo que puedo. Lo que tengo a mi alcance. No es mucho lo que puedo oler, desde aquí. Mi nariz es todo lo que tengo. No puedo confiar más que en ella. Nada más me ayuda. Estoy solo en esto. No tengo posibilidades de triunfar, lo sé. Nunca más voy a salir de este lugar. No quiero hacerme ilusiones. Prefiero conocer la verdad desde el comienzo. Sin anestesia.

Mi pelaje claro, muy rubio, mi morro negrísimo, mi nariz afilada, me han hecho desde siempre un ser muy realista. De cachorro supe exactamente qué es lo que quería. Y cómo eran las cosas.

Desde el principio, jamás acepté tener que percibir el mundo desde el suelo. Por eso me encanta subirme a cualquier lugar. En donde encuentro algún cajón de madera, un tacho de basura, o una escalera que me permita contemplar la escena desde arriba. Ahí me van a ver.

No me interesa tener dueño. No lo necesito. Siempre fui un solitario, un perro de vida al aire libre. Cuando me abandonó mi madre, a los cuarenta días, supe que mi destino sería la trashumancia permanente. Iría a recorrer el mundo.

He andado mucho. No tanto como hubiera querido. Siempre fui un animal de provincia. Nunca pude trascender su geografía.

Cuando me dejan suelto, camino cansinamente. Sin apuro. No voy hacia ningún lugar en particular. Nadie me espera.

Sé que van a llevarme a la perrera. O al matadero. Lo mismo da. El nombre no interesa. Es la lógica de asesinato lo que nos aterra.

Soy viejo. Me hago daño. Mis facultades mentales ya no son las de antaño. Lo sé perfectamente. Aún puedo darme cuenta de eso, en mis momentos de mayor lucidez. Que ya son muy pocos.

Tengo la columna vencida. Mis caderas están a la miseria. Ya no soportan el peso de mi cuerpo. Mis ojos apenas si pueden distinguir la luz de las tinieblas.

Le ladro a quien tengo enfrente, amigo o desconocido. Todos me importunan.

Me encanta sentarme. Apoyar mis patas traseras sobre el frío cajón de madera. Y dejarme ir. Divagar. Estar horas y horas contemplando los árboles. Entrever cómo se mueven sus hojas, mientras son mecidas al ritmo del viento.

Nunca me gustó morder. No sé por qué. Muchos me lo han preguntado.

Soy un perro raro, lo sé. No pueden culparme por eso. Tengo mi propia personalidad. Todos los perros la tienen.

No los culpo por meterme a la perrera. Los comprendo. Es el ciclo de la vida. Todo vuelve a recomenzar. Una y otra vez. Sé que mi tiempo está a punto de terminar. Sé que me convertiré en tierra, que servirá de abono para alguna maceta. Quisiera que crezca un girasol sobre mis restos. Muchos girasoles. Me gustaría ser la semilla de una serie enorme de girasoles. Bien amarillos. Como los pintó Van Gogh.

Una vez conocí a una persona. Hace muchísimo tiempo. Cuando era todavía un cachorro muy joven e impetuoso. Nos hicimos amigos. Nos volvimos hermanos. Lo seguía a sol y a sombra. Llegué a pensar en él como en mi dueño.

Era un hombre joven, de pelo negrísimo y muy desprolijo. Se vestía de una manera tan extraña. Jamás lograba combinar con eficacia los colores. Tenía un andar antiguo, vacilante, cansino. Era eso lo que más me gustaba de él.

Nos entendimos desde el principio. Sin necesidad de palabras. Nos adivinábamos con sólo mirarnos. Llegué a extrañarlo tanto, cuando se iba por las mañanas, rumbo al trabajo. A la noche, cuando regresaba, le montaba siempre el mismo numerito.

Me tiraba al piso. Lloriqueaba. Con mis patitas delanteras me cubría los ojos. Como si tuviera vergüenza.

Siempre que me hacía el avergonzado, se ponía a mi lado y me hacía un sinfín de caricias. Mimos por todas partes. En el lomo, en el hocico, en las orejas. Especialmente en la cabeza. A veces, me estrechaba entre sus brazos.

En otras ocasiones le bailoteaba. Daba vueltas y vueltas alrededor suyo. Y si estaba enojado con él, porque se había olvidado de darme de comer o de llevarme de paseo, le resoplaba, preso de furia. En esos momentos ya no era mi dueño. Era mi criado. Estaba obligado a atenderme.

Tuve que abandonarlo. Ya no podía soportarlo más. Cuando él cumplió los cuarenta, me fui de casa. El mismo día de su cumpleaños, lo abandoné. Se había vuelto hosco y hostil conmigo.

Fue una mujer. No me quería. Nunca me quiso. Y desde que ella vino a vivir con nosotros, él se olvidó de mí. Jamás me acariciaba ni me hacía mimos. Me daba de comer, sólo a veces.

Intentó bañarme. Yo no lo dejé. Me da asco el agua. Desde siempre. Para mí el agua es sólo para tomarla. Nunca para mojarse.

Desde entonces, estoy en la calle. Una vez que lo abandoné, preferí ya no entenderme nunca más con nadie.

Hasta ahora. Justo ahora. Dicen que soy un peligro para los demás. E incluso para mí mismo. Lo sé. Lo acepto. Unos instantes antes de ir a la perrera, decidí subirme a este cajón. Repensar mi vida. Recordarla.

Huelo algo raro. Aquí donde sólo hay chatarra. Ahora lo comprendo. Entiendo de dónde viene ese olor. Es un olor a girasoles y a maíz tostado. Dos olores mezclados. Distintos, pero familiares. Dos olores que me gustan tanto…

Los conocí de muy joven. Cuando era cachorro. Mi dueño me los enseñó.

Me pregunto cómo andará. Si tendrá hijos. Si alguna vez se acordará de mí.

Está a punto de atardecer. A esta hora, los girasoles ya no parecen amarillos. Se tiñen de un color naranja-azulado, que me da escalofríos. Siempre le tuve miedo a la noche. Ahora que ya soy viejo, es todavía peor.

Mañana será otro día. Me despertaré temprano. Para aspirar intensamente los aromas de una mañana de invierno, muy helada…

Aspiraré hasta morirme esos olores que me gustan tanto.

Estampida III: acantilado

julio 3, 2022

Eres el testigo de lujo de una gran fiesta a la que nunca te han invitado.
El rito de los vivos, que se repite incesantemente día tras día, aún logra asombrarte.
¿Cuál será el punto final? ¿Encontrarás reparo solamente en la muerte?
En tu sueños, recorres noche tras noche una playa en la que nunca has estado. Pero que te resulta tan familiar.
Caminas al tacto por los nuevos mercados. Tienen para ofrecerte lo mismo de siempre.
Reconoces que ya casi nadie pasa por allí. Todo paseo, visto desde fuera, se te revela insidioso. Quisieras ser como aquellos pescadores que viste cuando eras pequeño.
Solo su caña, el océano y la carnada.
Nada más importa.
Y luego esperar, en silencio.
¿Y si te traicionaras a ti mismo?
¿Y si avanzaras hacia el acantilado?
¿Sería posible que las piedras se transformaran en personas?
Si lograras conciliar todas tus pasiones, estarías a salvo.
Pero vivirías también al límite de la supervivencia, en el borde de lo necesario.
Desde la otra orilla te enviarías a ti mismo cartas postales, que narrarían tu naufragio.
¿Podrías vivir sin electricidad?
Te repites que sí.
Pero no lo sabes.
Ni golpe ni elección, sólo el transcurrir de los días, los lugares y las noches.
Representaciones, fantasmas y afectos.
Y en el último día de la semana, te encuentras a solas con tus frutas.
De todos los colores. Les hablas.
Te despides saludando con la mano agitada.
Justo antes de internarte en la oscuridad.

Verano

julio 2, 2022

Perdí completamente la cabeza. Enloquecí.

Un sudor frío me cubrió el cuerpo.

No sabía en qué estación del año estábamos: si era otoño, invierno, primavera o verano.

Temblaba de pies a cabeza.

Me sentía totalmente desconcertado. Desorientado.

Todas mis referencias sobre cómo comportarme en una situación semejante, no me servían ahora de nada.

Me sentía perdido.

Aislado.

Decir que estaba completamente solo en esta serie de hechos, no alcanza ni siquiera para empezar a describir el momento que estaba atravesando.

La soledad no es esto. No. No puede ser esto.

Esto era algo mucho mayor.

Mucho más grave.

Me arrojé en la cama y lloré como una criatura.

Lloré hasta que las glándulas lagrimales se me secaran.

La transpiración me caía a chorros.

Rodaba por mis mejillas.

Terminaba cayendo en el piso de madera.

Me sentía afiebrado.

Escalofríos muy intensos me recorrían el cuerpo.

De pies a cabeza.

No sabía a ciencia cierta cuál era exactamente mi situación.

En donde estaba parado.

No podía saberlo. No había manera.

No era el momento de tener ese tipo de certezas.

Ese era un conocimiento que sólo alcanzaría más adelante, con el paso del tiempo.

Pero no ahora.

Me encontraba desesperado.

Buscaba desligarme. No quedar implicado.

Traté de aportar algunas pruebas en mi favor.

Intenté desempeñar el papel del que no sabía nada.

No salí en busca de ayuda como debí haberlo hecho.

Es cierto. Lo reconozco.

Por eso tuve que salir adelante como lo hice.

Sin medir las consecuencias.

Sin interrogarme sobre el horror de las acciones que iba a cometer en el futuro inmediato.

Sin cuestionamientos éticos.

Mi posición era clara: la había encontrado muerta.

No había tenido nada que ver con eso.

Cómo fue asesinada, no lo sabía.

Nunca lo supe.

Si es que había sido asesinada.

Quizás haya sido suicidio.

Fue lo que le dije a la policía.

Desde el principio.

Todo lo que sé es que la encontré en mi casa, cuando regresé, colgada del techo.

Ahorcada.

Sin vida.

Tenía que ser claro en ese punto: ella no estaba viva cuando la descolgué del techo.

No podía estarlo. No había forma de que lo estuviera.

Lo dije con todas las letras, desde el comienzo.

Ya saben lo que hice después.

Lo saben porque lo leyeron en todos lados.

Soy famoso por haber hecho eso, lo sé.

No hace falta que me lo digan.

Aunque lentas, las noticias llegan aquí. En mi encierro.

Una vez que la descolgué, procedí a hacer lo que Ustedes ya saben.

Lo que nadie quiere reconocer como mi única posibilidad en una situación tan desesperada.

Deshice el nudo de la gruesa soga que apretaba su cuello.

Tendí su cuerpo inerte en el frío suelo de madera.

Repito que a esa altura ya estaba bien muerta.

Aunque no me crean.

La desnudé completamente.

Era necesario que estuviera desnuda.

No es un detalle perverso.

Se los juro.

Para hacer lo que iba a hacer, ella tenía que estar desnuda.

No había otra forma de hacerlo.

Las ropas iban a ser una molestia.

Podían echarlo todo a perder.

E impedir mi cometido.

Agarré una sierra eléctrica.

Comencé a serrucharla.

Primero las extremidades: brazos y piernas.

Después la cabeza.

Por último las manos.

No se imaginan –no pueden hacerlo- cuánta sangre manó de ese cuerpo muerto.

Litros y litros.

Una sangre roja-roja.

Repugnantemente viva.

Orgánica.

Se podría decir que era cinematográfica de tan irreal que parecía.

Especialmente por su color: un rojo tan intenso como nunca antes había visto en mi vida.

Metí todos sus restos –lo que alguna vez fue ella- dentro de unas cuantas bolsas negras de consorcio.

Los enterré en un baldío, en las afueras de la ciudad.

En un lugar que queda bien lejos.

Se podría decir que fue mi novia.

Cuando estaba entera.

Cuando aún no se había convertido en esos pedazos de carne podrida.

En los que rápidamente se está transformando.

Ahora.

Mientras estamos acá, Ustedes y yo.

Cada uno en lo suyo.

En sus actividades.

Viviendo el encierro de diferente manera.

Antes había sido mi novia.

Apenas unos pocos meses después, pasó a ser una mujer protestona y gritona, que vivía siempre enojada con todos.

Especialmente conmigo.

No espero que me entiendan.

Estoy más allá de la comprensión del grueso de la sociedad.

Lo sé desde hace tiempo.

Mi situación actual no tiene que ver solamente con estos hechos.

La estaba esperando.

Desde el principio, se podría decir, estaba esperando que me encerraran.

Siempre fui una escoria.

Nunca tuve redención alguna.

No pido el perdón de nadie.

Ni siquiera espero que me juzguen con ecuanimidad.

No sé lo que significa esa palabra.

Para mí la justicia no existe.

Jamás tuvo lugar.

Lo único que me gustaría que les quede claro de este sórdido episodio, es lo siguiente:

Una mujer dulce, amable, sincera, se convierte de la noche a la mañana en una arpía cruel y deshonesta.

Entonces uno no tiene más remedio que abandonarla.

No hay otra alternativa, si lo que queremos es vivir en paz.

La mujer no se da por aludida.

Se rehúsa a creer en lo evidente.

En lo que se le presenta delante de sus ojos.

Quiere continuar como si nada hubiera sucedido.

Sólo que ya no es posible.

Mis advertencias no hacen más que irritarla.

Jura entonces venganza.

No hay nada peor que una mujer decidida.

En cualquier aspecto de la vida.

Se los garantizo.

Mi condición es la prueba viviente de mis palabras.

En cuanto vean a una mujer así, háganse a un lado.

Salgan corriendo.

No asuman el desafío.

O van a sufrir las consecuencias.

Mis días en el encierro se hacen muy largos.

Ya falta poco.

Van a saber la verdad.

Y cuando la sepan, se van a sentir culpables.

Pero ya va a ser tarde.

Muy tarde.

Como siempre.

La culpabilidad nunca resolvió nada.

Por más retroactiva que sea.

Por eso esta sociedad es inviable.

Mientras tanto, espero.

Todos los días contemplo los atardeceres de los largos días del verano.

Que recién acaba de comenzar.

Quisiera poder verlos en plenitud.

Quisiera poder estar allí afuera, al aire libre.

En la intemperie.

Perderme en el azul claro del cielo.

En el rozado de las nubes.

En el sol anaranjado.

En el viento, que acaricia con vehemencia las copas de los árboles.

Ya falta poco tiempo.

En unos días más, quizás pueda verlo de nuevo.

Un último atardecer más.

Y ya después podré morir tranquilo.

Sin nada que reprocharme.

Sin nadie que me engañe.

En silencio.

Y fundamentalmente en paz.

Ruidos en la noche

junio 24, 2022

Es de noche. Bien tarde.

Un hombre está sentado sobre su cama.

Evalúa sus opciones. Piensa. Busca claridad. Alguna certeza. Algo a lo que aferrarse.

No lo encuentra.

Hace mucho tiempo ya que su mente está sumamente confusa. Atraviesa un estado de zozobra, que lo lastima profundamente y lo hunde en una crisis nerviosa.

Divaga.

Presta atención a los sonidos de la noche. Esos que sólo él escucha más allá de la ventana de su cuarto.

El ruido que hace el viento al golpear contra las cortinas del balcón. El ladrido de un perro. El motor de un colectivo que pone segunda y cruza la avenida a toda velocidad.

El silbido del viento.

Nuevamente.

Es una noche muy ventosa.

El rumor de las copas de los árboles, semejante a una tormenta en una noche como ésta, al ser mecidas por la corriente.

Más ladridos de otros perros, que parecen responderle al primero, generando un coro que se expande a gran velocidad, gracias a la complicidad de la falta de otros sonidos que trae la noche.

Las voces de las personas con quienes habló durante ese día, que permanecen aún en su memoria.

Los contenidos de esas conversaciones.

El maullido de un gato muy pequeño al que acaban de abandonar, que llora reclamando a su madre.

Una música bien pegadiza que proviene de la casa de uno de sus vecinos, porque aún están de fiesta.

Y más entrada la noche ya, casi sobre el filo del amanecer, el canto de algunos pájaros que anticipan el alba.

Todo esto es lo que escucha el hombre en la noche profunda. Más allá de la ventana de su cuarto.

Las dudas lo carcomen. Las certezas, que tanto busca, no aparecen.

Aunque más no sea una.

El futuro inmediato lo sumerge en el terror más profundo.

Trata de exorcizarlo, de mentalizarse para encararlo de otra manera. Pero no puede. Le cuesta horrores.

Por más esfuerzos que haga, la incertidumbre lo abruma. Y el dolor es un peso enorme sobre su pecho, que lo aplasta y lo ahoga.

Permanece en la misma posición, sentado al borde de su cama, durante horas y horas. Escuchando los ruidos de la noche. Al otro lado de la ventana.

Hasta que de golpe amanece. Llegan las primeras luces del día, y junto con ellas los primeros signos de actividad.

El hombre se acuesta. Con los ojos bien abiertos. Mira fijamente el techo blanco y descascarado de su habitación.

No duerme.

No puede dormir.

No logra conciliar el sueño desde hace varios meses.

En unos minutos más, deberá levantarse para desayunar. Y después, apenas un rato más tarde, se irá a trabajar.

Es lunes ahora. Empieza la semana. La primera semana del año.

Quizás esta noche duerma por fin, piensa, intentando animarse.

O encuentre alguna certeza.

Aunque más no sea una.

Esta vez

junio 22, 2022

Esta vez sí. Hoy no voy a perder. Esta vez me toca a mí. Esta vez no va a ser como la última. Estuve muy mal durante mucho tiempo. Pero ya lo superé. Pude superarlo. Estoy recuperado. Me siento como nuevo. Y lo más importante: sé que los demás ven eso en mí. Me ven a mí, tal como estoy ahora, así vestido, y piensan: “ese hombre es importante. Vive una vida trascendente. Consigue todo lo que quiere. Arrastra todo a su paso, sin importarle nada ni nadie”.

Sé que los demás piensan eso de mí.

Ahora, mientras estoy sentado a la mesa de este restaurante de categoría, vestido de impecable traje y corbata, esperándolos.

¿A qué hora dijeron que venían? ¿Cuándo? ¿En qué momento?

Al mediodía. Quedamos exactamente a mediodía. Lo sé perfectamente.

Llegué muy temprano. Demasiado. ¿Qué hora es? Son las once y media. Cuando estemos cerca del mediodía, voy a volver a entrar. No vaya a ser que me crean demasiado desesperado, si se dan cuenta de que llegué más de media hora antes. Por más ansioso que esté, no tengo que demostrarlo. Jamás. Nunca deben verme fuera de mí. A ver si se dan cuenta. A ver si me descubren y ya no me contratan. La camisa dentro del pantalón. Siempre impecable. Siempre bien vestido. La corbata bien prolija. El pantalón y el saco sin arrugas.

Si el puesto no es mío, hoy mismo me pego un tiro. Así de simple. Así de claro y contundente. No hay marcha atrás, no puede haberla. Hay que asumir las consecuencias. No quiero volver a padecer lo que ya sufrí…

Años. Meses. No lo sé. No sé cuánto tiempo estuve fuera de la sociedad. Los días se mezclan y se hacen muy largos. La mayoría estuve inconsciente. Borracho. Ido. Me la pasé tirado en la cama. Mirando el techo. Sin poder levantarme. Sin poder comer, dormir, ni siquiera ir al baño. Fue muy difícil salir. Escaparme de eso. Esa ansiedad. Ese dolor en el pecho…

No sabía que hacer. Tenés que hacer algo, me decía a mí mismo. No podés estar así. Cuánto tiempo más vas a aguantar de esta manera.

Un día a la mañana me levanté bien temprano, me vestí de saco y corbata, y volví a buscar trabajo. Después de muchos años. Fue una sensación extraña. No era yo. No sabía quién era yo, en realidad, después de todos esos años…

Quince minutos. Faltan exactamente quince minutos para llegar al mediodía. La hora prometida. Cuando queden dos minutos, me voy a empezar a preocupar. Todavía no. Todavía falta. Ojalá no noten mi nerviosismo. Es vital que no se den cuenta cómo soy en realidad. Qué miedo tengo. Cuánto me afecta esta inseguridad.

Tengo que alejarme de mí. Tengo que ser otro. Voy a ser otro. Si pienso que soy otro, ya soy otro. Y ese otro no se parece a mí. No es como yo. No piensa como yo. Se viste de traje y piensa, sabe, siente que esta vez va a ganar. Que tiene que ganar. No cabe otra posibilidad. Ni siquiera recuerda ese otro tiempo. Esa época en que estuvo deprimido. Muerto prácticamente, hecho un vegetal. Yaciendo en la cama. Sufriendo. Llorando. Destrozado.

No hay lugar para el dolor en el cuerpo de ese otro. Ese otro soy yo. Él tiene ahora mi rostro, mis pies, mi espalda, mis manos, mis brazos. Yo me convierto en él y en esa transformación, en ese proceso, adquiero otra personalidad.

Ahora ya son menos diez. Las doce están cada vez más cerca. Falta muy poco para que me empiece a preocupar seriamente. Estoy a punto de desmoronarme. Tengo que mantenerme en calma. No puedo ceder. Falta cada vez menos. Esta vez no puedo arruinarlo.

Muchas personas van a depender de mí. El puesto es muy importante. Requiere de absoluta responsabilidad. Tengo que ser serio, honesto, muy trabajador. Tengo que ejercer una conducción férrea, segura, cierta. Tengo que tener mano dura. Voy a tenerlos bien cortitos a mis subordinados si me llegasen a elegir.

Cuando venga el Director de Recursos Humanos, es lo primero que le voy a decir. Mano dura con esos empleados. Que aprendan lo que es el rigor. Que sientan la fuerza y el poder de la empresa. Hay que aumentar la productividad. Esto así no puede seguir. En esta organización no vamos a seguir soportando tanta incompetencia. Somos líderes. De ahora y del mañana. Y como líderes que somos, tenemos que estar en la vanguardia. Somos lo nuevo del mercado. Queremos tradición, pero también energía, sangre fresca, renovación. Y es esa sangre, la que tiene que alimentar los engranajes de nuestra empresa.

Voy a despedir a todos los viejos mayores de cuarenta años.

Esa va a ser mi primera medida. No va a quedar ni un solo viejo. No voy a conmoverme. No me importa si tienen o no familia. El problema es de ellos y de sus hijos. Ya pasé por eso. Sé lo duro que es. No hay salida. Algunos de los hombres que despida, no van a encontrar nunca más trabajo. Pero yo no estoy para hacer caridad. En esta empresa nos importa la productividad, les voy a decir. Y ustedes no son productivos. Nada más. Es así de sencillo. Así de fácil.

Ya lo tengo decidido. Lo tengo claro. Si me dan el cargo, no me va a importar nada. Es lo primero que le voy a prometer al Director de Recursos Humanos.

Menos cinco. Me voy a tener que ir. Tengo que salir y volver a entrar, para no parecer desesperado. En dos minutos me voy. ¿Serán puntuales? ¿Van a venir? ¿No me habrán engañado? ¿No me habrán citado acá, a esta hora, para dejarme plantado? Siempre tengo miedo de eso. Varias veces me ha pasado. Me citan a una hora y nunca llegan. Jamás vienen. Yo me quedo ahí, por un largo rato, esperándolos. Y no llegan. No aparecen. Ni siquiera una excusa me dan. Nada. Muchas veces tengo ganas de largarme a llorar.

Ya es tiempo de preocuparme. Son menos dos minutos. Y todavía estoy acá, enredado en mis pensamientos. No me di cuenta y se me pasó la hora de salir. No es conveniente que me vaya ahora, para volver a entrar. Me voy a quedar acá hasta que vengan.

¿Vendrá solo el Gerente de Recursos Humanos? ¿Vendrá acompañado? ¿Y si viene el Director de la empresa?

No. Mejor no. No quiero que venga. No puede venir. El puesto es muy importante, es verdad. Pero si el Director llega a venir, se va a dar cuenta. Quizás pueda engañar al Gerente de Recursos Humanos. Con suerte. Pero al Director no. Apenas me vea, se va a dar cuenta de que soy un farsante. Un cobarde. Un bueno para nada. Se va a acercar, me va a estrechar la mano, me va a mirar de arriba abajo, y le va a decir a sus allegados: “Es un pusilánime. No es idóneo para el cargo”. Va a dar media vuelta y se va a ir. Me van a dejar solo, sentado ante la mesa de este restaurante carísimo, al borde del llanto.

Y además de todo, voy a tener que pagar la cuenta. Por más que no haya consumido nada. Sólo una botella de agua mineral sin gas.

Son las doce. No van a venir. Estoy seguro. No sé por qué se me ocurrió pensar que podían entrevistarme a mí. Justo a mí. Quién soy yo. A quién le gané. A nadie. Nunca hice nada bueno. No tengo ningún logro que contar.

Mejor me voy. Me levanto, pago mi agua mineral y me voy. Antes de que sea tarde y haga un papelón.

Pero no. Ahí vienen. Ya los veo. Están abriendo la puerta. El Gerente de Recursos Humano y el Director de la empresa.

Justo cuando me estoy por ir, se les ocurre venir. Cuando pensaba renunciar, me van a contratar.

Me voy a tener que quedar. No tengo opción. Mi suerte ya está echada…

No. No. No tengo que pensar así. Hoy no voy a perder. No pienso perder.

Esta vez me toca a mí…

Carnavalito

junio 20, 2022

Viajo a Colonia, una ciudad a la que he ido muchas veces antes. Sólo que esta es una Colonia rara, bien distinta a la que llegué a conocer muchos años atrás, cuando tuve la oportunidad de ir por primera vez. Una ciudad que se parece más bien a Bolivia. O que tiene un aire boliviano. Aunque no pueda decir exactamente por qué.

Llego a un hotel un tanto alejado del centro. Es un albergue muy precario. Mi habitación tiene sólo un colchón tirado sobre el piso y nada más. Ni mesita de luz. Ni ventanas. Nada. Un agujero oscuro y más bien mugriento.

Me doy cuenta de que tengo que cambiarme de hospedaje. Tengo que irme. Es urgente. Lo voy a hacer inmediatamente, al día siguiente. Hoy no, estoy muy cansada y ya es muy tarde para emprender una búsqueda de alojamiento a esta hora de la noche.

Sin embargo, salgo. No quiero quedarme en esa habitación, sola.

Me dirijo a un lugar en el que hay un hombre cantando algo así como un carnavalito enloquecido y extraño. Junto a él, otro hombre más, sobre una especie de pista de baile improvisada para la ocasión, disfrazado con una peluca rubia, baila ese carnavalito heterodoxo y arrebatador. Bailotea con pasión y con furia, sacudiendo sus pelos postizos. No puedo dejar de mirarlo mientras se encuentra ahí, en pleno baile.

Una persona –a quien jamás he visto antes- se acerca y me dice que ese hombre es alguien que conozco. Un familiar muy cercano. Me dice esto y se marcha, sin darme la posibilidad de preguntarle a quién se refiere y cómo se llama.

Lo miro detenidamente, tratando de descifrar quién puede ser. Y entonces me doy cuenta. Esa persona tiene razón. El bailarín es alguien cercano. Lo conozco. Sólo que antes no me había dado cuenta. Por la peluca y el baile frenético. Pero ahora sé exactamente quién es ese bailarín. Alguien. Alguien importante para mí. Ese hombre es mi padre. A quien no veo desde hace muchos años. Avejentado. Gordo. Más petiso con respecto al hombre que yo llegué a conocer. Pero aún así es mi padre. Cambiado por los años. Pero siempre el mismo. Igual. Capaz de hacer estas cosas. De estar bailando un extraño carnavalito acá, en Colonia, a esta hora de la noche.

Lo observo en detalle una vez más, antes de emprender la retirada. Me le acerco mucho. Lo suficiente para que él alcance a verme. Nota algo raro en mí. Por un instante, deja de bailar. Me mira extrañado. No me reconoce. Me doy cuenta. Lo veo en sus ojos. Me pregunta qué quiero. Quién soy. Si lo conozco. Si necesito algo de él, porque no tiene nada para ofrecerme, si eso lo que quiero.

Dos segundos más para mirarlo de arriba abajo. Es lo que me tomo. Doy media vuelta y me voy. Regreso otra vez a mi habitación de hotel barato. A mi colchón. Sólo por esta noche. Mañana cambiaré de hotel. Uno en donde haya ventanas en los cuartos. Desde donde pueda observar esta ciudad tan extraña y callada.

Quizás vuelva a ese lugar. Mañana. O pasado. Para intentar hablar con mi padre. O quizás sólo regrese para observarlo. Otra vez. Como hoy. Como siempre. Bailando un carnavalito endiablado.

Sirenas

junio 19, 2022

Los ojos fijos en la ruta. La policía está cerca. Tengo que estar en forma. Tengo que ponerme en forma. La policía acecha. No puedo seguir con esta panza. Ya no más. La camisa rota. Los pantalones sucios, manchados de barro, rasgados al medio. Corro. Alerta frente a los autos que nos pasan bien cerca. Atento. Lo más que puedo. Expectante. Sigo corriendo y cruzo un tramo de la ruta. Los autos nos pasan rozando. Apenas, de milagro, nos salvamos. Somos varios los que corremos. A mi lado, cruzan la ruta unos cuantos como yo. Que no tienen casa, auto, familia, ni dinero. Yo tampoco tengo todo eso. Para el resto, me defino por no tenerlo. Somos muchos, cada vez más, los que nos escondemos. Nos obligan a escondernos. La policía está muy cerca. Nos persigue. Nos quiere bien lejos. Por eso está tan cerca. Sigue cada uno de nuestros pasos. Hasta el atardecer.

De día, corremos y corremos. Sin parar, de un lado al otro. Sin sosiego. En busca de algún refugio salvador. Provisorio. Ajeno. Como todo lo que nos rodea. Apenas llega el amanecer, las sirenas de las patrullas nos despiertan. Y ya sabemos entonces lo que tenemos que hacer. Huir. Así empezamos el día. De esa manera. Paramos un rato, para el almuerzo. Cuando podemos. Cuando nos dejan. Los policías también se frenan. Se toman su tiempo. Después todo vuelve a comenzar. Ese juego eterno. Que en realidad no es ningún juego. No para nosotros, al menos. Y así otra vez, un nuevo día se aleja. Siempre de la misma manera. Con el mismo vértigo. En esa tierra ajena.

De noche, la policía nos abandona. La noche es nuestra. Nos pertenece. Nadie nos molesta. Hacemos lo que queremos. Escondernos. De tanto estar agazapados, a la expectativa, en la clandestinidad, ya se nos hizo hábito. Y es prácticamente lo único que hacemos. Además de trabajar, claro. Trabajar para vivir. Para sobrevivir. Trabajar en lo que podemos. En lo que nos dejan. En lo que todavía no está prohibido para nosotros. Porque aún nos necesitan. Nos persiguen pero nos necesitan. Para que hagamos el trabajo sucio. Para que limpiemos cloacas. Y lustremos sus pisos con nuestras lenguas. Alguno tiene que hacerlo. Alguien. Algún otro. Cualquiera. Esos otros somos nosotros. Los de afuera.

Con llave por dentro

junio 18, 2022

¿Dónde está la llave?, pregunto. ¿Quién se la llevó?, insisto. No me dice nada. Me mira. De una manera rara. Sus dos ojos negros fijos en mi cuerpo. Me recorre de punta a punta. De pies a cabeza. Se queda parado, a pocos metros de mí, muy cerca, sin darme ni siquiera la tranquilidad de un solo gesto. Su silencio, cuando se prolonga en el tiempo, se vuelve hostil. No entiendo por qué actúa así. Pero lo hace. Sin remordimientos. Y ya no hay más tiempo. ¿Dónde está la llave? Vuelvo a la carga otra vez. Y siempre obtengo la misma respuesta: cero.

Dejame salir. Es importante. Tengo miedo. De nada valen las frases de ocasión. Todo lo que una puede decir cuando está encerrada. Sola. Con alguien tan familiar pero también tan enigmático.

Admito haber fumado. Lo reconozco. Fumamos juntos. Íntimamente. Frágiles. Nuestros labios compartieron el mismo vicio, me dijo, mientras se reía de su ocurrencia.

Eso no es excusa para que él se siga comportando así. Los pelos de punta. Los nervios a flor de piel. Se me acerca. Mientras farfullo mi catarata de preguntas, él se acerca cada vez más. Un paso. Y otro. Y otro. Y uno más. Por cada inquietud mía, un movimiento suyo. Sin dejar de mirarme fijo. Ni de recorrerme. Con sus ojos. De pies a cabeza. En todo este tiempo, que ya me parece eterno.

Me tiende la mano. Su abrazo queda al descubierto. Intento entender razones. Buscarlas. Ya no puedo. No alcanzan. No existen. Nunca hubo nada parecido al raciocinio entre nosotros.

La música hipnótica. Me envuelve en su clima. El que se encargó de preparar cuidadosamente, sin que yo me diera cuenta. Apenas hace unos momentos. Cuando todo era familiaridad y cordialidad entre nosotros. Antes de caer en este abismo tan incierto. Sin retorno.

Me desespero. Trato de forzar la puerta. No hay caso. No cede. Pese a todo mi empeño. Grito. Araño las paredes. Le pego puñetazos al piso, de pura impotencia. Aunque no sirvan de nada. Se me hiela la sangre. Reacciono como puedo. La bronca se me sube a la cabeza. Y al color de la piel. Rojo intenso. Siento cómo me va recorriendo un calor cada vez más vehemente. Por todo mi cuerpo. Él, inmutable. Fijo. Quieto ahora. Sumido en los compases de esa música tan suya. Una música que podría haber sido la nuestra, si las circunstancias hubieran sido diferentes. Se mueve rítmicamente, muy lento, al vaivén de ese infierno. Sin abstraerse de mí ni por un solo momento. Me desnuda por completo. En sus sueños despiertos. Como éste.

Estoy harta de tenerle miedo. Tiemblo ante él. Me entrego. Me acerco, seductora. Le pego una patada en los huevos. Él, doblado en el piso, su cara atravesada por el dolor y una mirada incrédula. El reproche presente. Cómo pude hacerle eso. Justo a él. Justo yo. Incomprensible para su mente.

Me doy vuelta. Vuelvo a la puerta. Me pego bien contra ella. La sigo forzando. Sin éxito. Quién sabe por cuánto tiempo. O sí. Con un límite muy concreto. Hasta que él se recupere. Se levante del suelo. Se me acerque. Y todo empiece de nuevo. El mismo ritual. Con distinta suerte. Un cigarrillo más en nuestros labios. En este cuarto cerrado. Con llave por dentro…

Cuando me entere

junio 17, 2022

Todos los días la vi así. De la misma manera. Invariablemente. Todos los días vestida igual. Un delantal blanco sobre su vestido negro. Es lo que siempre llevaba puesto. Jamás colores chillones. Nunca un rojo, un verde vibrante, o un azul eléctrico. Todos vestidos sobrios. Pulcros. Elegantes. Negro. Siempre negro. O a lo sumo, quizás, si el tiempo acompañaba y no había muchas nubes en el cielo, un pastel. Un celeste muy claro. Lavado. Un amarillo pálido. Un verde oliva. Pero no más. No mucho más que eso.
Era su marido quien le decía no al rojo. No al verde vibrante, ni al azul eléctrico. Era él y no ella, el que ejercía esa prohibición manifiesta. Explícita. Bien concreta. Jamás una mujer de la región usó ni usará colores tan escandalosos, ordenaba. Autoritario. Enérgico. Vibrante. Severo.
En ese entonces éramos muy jóvenes los dos. Estábamos aprendiendo. Ahora lo recuerdo todo. Mientras observo esa foto vieja. Ajada. Que tantos dobleces tiene. Cuánto tiempo pasó de aquello, me pregunto, mientras la contemplo a ella, impecable, a través del tiempo. No lo sé. Quizá décadas, me contesto.
Era muy coqueta, se arreglaba prácticamente todo el tiempo. Cada vez que podía. Cuando tenía un respiro. Cuando sus hijos no la molestaban ni le hacían trabajar tiempo extra. No siempre era posible, claro. A menudo los chicos le hacían salir canas verdes. Pero nunca podía enojarse con ellos. Por más que se empeñaba en intentarlo una y otra vez, para cambiar su suerte. Jamás un cachetazo. Nunca un tono de voz fuera de lugar, excesivamente alto con ellos. Siempre la persuasión. La calma. El diálogo. El interés por verlos crecer. Pobre santa. De tan buena que era con sus hijos llegaba a ser tan mala. A malcriarlos tanto…
El tiempo pasaba. Los delantales blancos se sumaban. Uno tras otro. Sin solución de continuidad. Un reemplazo permanente. A medida que se manchaban, ensuciaban, rompían, deshilachaban. Desilusionaban.
Ella posando de frente, mirando a cámara, sonriente. Su vestido negro con el delantal blanco. Siempre. Tengo la foto en mis manos. Su foto. La que me trae todos esos recuerdos. Los de esa época. Lejana. Perdida en el tiempo. Y ya su foto no me devuelve sólo su imagen. Sino mucho más que eso:
El olor a mate cocido hecho con yerba bien fresca, por ejemplo. (Mate cocido completamente amargo. Ni una pizca de azúcar. La única nota agria en todo esto).
El sabor de una torta recién horneada.
Ella enojándose conmigo por intentar devorarla apenas recién salida del horno. Calentita. Sin dar tiempo a que se enfriara.
¿Para qué voy comer una torta fría si puedo comerla caliente, ahora mismo, con ese olorcito hermoso bañándome la cara?, pensaba yo, mientras engullía a escondidas algún bocado que robaba subrepticiamente.
Después de los setenta y cinco todo es un regalo, me dijo una vez, antes de irse. Y justo cerca del final, casi en el límite, rozando, agregó: es duro morir, pero hay que hacerlo.
Quizás así sea nomás. Y lo que me dijo aquella vez sea cierto. Dentro de poco me va a tocar a mí averiguarlo. Espero poder ser capaz de contarles, cuando me entere, qué es lo que se siente.

Reflejo

junio 16, 2022

Vivía para contemplarse. Aprovechaba cada oportunidad que tenía para observar atentamente el reflejo de su figura. La mayoría de las veces utilizaba un espejo de mano, de esos diminutos, que guardaba en el bolsillo de su pantalón. Toda oportunidad era buena para mirarse con detenimiento: un charco de agua, con el que solía encontrarse en mitad de la vereda, cada vez que iba caminando rumbo a una cita amorosa; el vidrio de un negocio por cuyo frente casualmente pasaba; y cualquier otra cosa que le sirviera de reflejo.
Al contemplar su imagen, se quedaba como embobado. En ese momento, el tiempo se detenía para él. Se olvidaba de todos sus quehaceres, preocupaciones, actividades cotidianas. Si iba caminando apurado, porque estaba llegando tarde, ni se daba por enterado. Toda vez que veía su imagen, suspendía su andar de improviso.
Permanecía mirándose. Horas y horas. No sentía ni frío ni calor. El viento no le hacía daño. Más bien al contrario, en esos momentos parecía acariciarlo.
Todo era olvidado. O quedaba suspendido, levitando en el aire. Hasta que él terminara de contemplarse. No importaba lo que fuera. El dolor físico o emocional quedaba relegado. Pasaba a un segundo plano. El tiempo y el espacio desaparecían. Sólo tenía ojos para sí mismo.
Estaba preocupado. Algo lo aquejaba. Sabía que su condición no era normal, más allá de que vivía en una época y en un lugar, en donde nadie podía aseverar con certeza en qué consistía la normalidad.
Era increíblemente joven y hermoso. Su figura resplandecía. Adonde quisiera que fuera, todos –hombres y mujeres- se quedaban observándolo durante un largo rato. Admirándolo. Maravillándose por semejante carisma, charme, encanto.
Su belleza no era nada comparada con su inteligencia. Era una eminencia en matemáticas, letras, ciencias naturales y sociales. No había nada que no supiera. La naturaleza, la sociedad, las ciencias lo inquietaban. Todo formaba parte de su objeto de estudio. Y sin embargo nunca lo dudó ni un solo instante. Puesto a elegir, siempre prefirió su belleza por sobre su incipiente inteligencia. Y eso porque, por más belleza que lo engalanara, nadie dedicaba tanto tiempo de su vida como él a contemplar su imagen con tanto ahínco, pasión y perseverancia. Sólo él. Nadie más.
Su arrebato se había ido acrecentando desmesuradamente durante los últimos años. Ya no hablaba con nadie. Nada le interesaba. Su inteligencia –antes abierta a todo tipo de descubrimientos y nuevas curiosidades- se había ido apagando lentamente. Anquilosada.
Vivía pendiente de sí mismo. Es decir, de su imagen…
Era muy feliz. No necesitaba más nada.
Había algo, sin embargo, que lo tenía a mal traer. Sentía terror ante la inminente vejez y el irremediable transcurrir del tiempo. Lo había considerado detenidamente durante largas noches de insomnio: no llegaría a los treinta años. Estaba decidido. Nada iba a poder apartarlo de esa sentencia firme. Innegociable. Pondría fin a sus días antes de tener una sola arruga. Hasta ese punto la vejez lo aterraba.
Estaba solo. No tenía a nadie. Sus padres habían muerto hacía mucho tiempo atrás.
Fue su madre quien le había inculcado ese amor agobiante y enfermizo por su propia imagen. Desde que tuvo uso de razón, recordaba que ella siempre le repetía continuamente lo hermoso que era y cuánto lo amaba. Era la luz de sus ojos. El orgullo de sus días. La mejor obra que ella había hecho y que jamás podría hacer en toda su vida. Ningún ser humano –ni hombre ni mujer- sería nunca digno de su belleza inconmensurable.
Su madre era afecta a las palabras rimbombantes y edulcoradas. De eso no había dudas.
Al principio, él desdeñaba sus comentarios. No les hacía ningún caso. Pensaba que ella sólo le decía todo eso porque era justamente su madre. Después de todo, todas las madres creen que sus hijos son únicos. Y se equivocan siempre. En eso y en todo lo demás. Ninguna mujer quiere que su hijo se case. Jamás…
Hasta que comenzó a crecer. Y se hizo más consciente de sí mismo, de su imagen, de su atractivo, y por ende, del poder que eso le daba por sobre los demás.
De chico, en el secundario, había rechazado a algunas de sus compañeras, quienes, despechadas, habían jurado venganza. Recordaba en particular a una de ellas, quien le había dicho que si seguía así, recorriendo ese estrecho camino que lo separaba del abismo, ni siquiera iba a llegar a los treinta años. En el momento, sólo atinó a reírse. No entendió con claridad el significado de esas palabras tan enigmáticas. Ni qué tenían que ver sus treinta años con el hecho de que no hubiera querido salir con ella. Se había olvidado totalmente de esa anécdota…
En las noches de los últimos meses, sin embargo, la había recordado. Pensaba en esa frase frecuentemente. Una y otra vez…Y se acordaba también vagamente del rostro enojado y muy descompuesto por la bronca de aquella chica, en el momento en que le dijo esa frase. Se preguntaba si ella sabría. O si simplemente lo había dicho por decir. Pero no. No era ninguna casualidad. Ella sí sabía lo que le esperaba, pensó. Por eso le dijo eso y no cualquier otra cosa. Para que se acordara de ella y de su desengaño. Y para que en sus últimos días, cuando él fuera más miserable que nunca y la tortura de su fin inminente lo carcomiera por dentro, pensara en ella. Con dolor. Para que se arrepintiera por haberla rechazado. Por haber sido tan desagradable y cruel con ella. No sabía cómo, pero ella era consciente de la vida que a él le esperaba. Y más que de su vida, de su muerte…
Y sin embargo, más allá de algunos incidentes en su adolescencia, que él juzgó como menores, había crecido sin sobresaltos.
Al ser cada vez más consciente de su imagen, aprendió a apreciar cada uno de sus rasgos:
Sus ojos enormes, que mantenía siempre bien abiertos y que eran como dos esmeraldas, según decía su madre. Su boca carnosa, rosada, perfectamente redondeada. Su pelo castaño claro, ondulante, que le caía con una suavidad inmaculada sobre sus hombros firmes. Su nariz levemente respingada, que ocupaba la porción exacta y precisa de su cara perfectamente simétrica. Su figura esbelta. Sus caderas contorneadas, que eran la envidia y la perdición de todas las mujeres. Su estómago chato, fibroso. Carente de grasas. Sus muslos firmes y robustos. Sus brazos musculosos. Sus pectorales amplios…
Poco a poco, a medida que iba descubriendo cada uno de sus encantos, comenzó a admirar cada vez más su imagen. Se convenció de su belleza y de sus valores incalculables. Y eso que su autoestima nunca había sido muy elevada. Pero tuvo que rendirse ante las evidencias. La naturaleza lo había hecho sumamente agraciado. No cabía ninguna duda de eso. Llegó a pensar que su madre, incluso, se había quedado corta al ensalzar sus bondades. Jamás hubo otro ser humano antes, que tuviera los atributos de los que él gozaba. Llegó a convencerse. Fue una certeza que alcanzó a una edad muy temprana. La misma que lo fue dejando cada vez más solo. Se fue encerrando en la cómoda seguridad del reflejo que le brindaba su imagen. Apenas si le dirigía la palabra a alguien. Incluso a su madre. De su padre ni se acordaba. Los había abandonado cuando él tenía apenas tres años. Le había explicado su madre. Su padre era una presencia difusa, oscura, extraña.
¿Acaso tenía sentido hablar con alguien? ¿Existía algún ser vivo –humano o animal- que pudiera experimentar lo que él sentía? Ya conocía las respuestas a esas preguntas.
Hacía mucho tiempo que le había quedado claro: Más allá de sí mismo, no podía esperar nada de nadie.
Los pocos amigos que había logrado hacer en su infancia, fueron desapareciendo. Uno tras otro lo fueron dejando de llamar. Primero no quisieron jugar más con él. Después dejaron de invitarlo a sus cumpleaños. Al final, ni siquiera lo saludaban si él por casualidad se los encontraba en la calle. Como si no existiera. Como si no recordaran que él había ido muchas veces a sus casas. De pequeño. Había cenado con ellos. Dormido en sus camas. Charlado con sus padres. Todo eso había sido olvidado. Por las dos partes. En sus últimos días, ni siquiera se acordaba de alguien más que no fuera él mismo.
Al principio, cuando sus amigos se fueron alejando –le costaba confesarlo- los extrañaba. Se preguntaba qué había pasado. Qué había hecho mal. Si los había ofendido por algo en particular. ¿Acaso no era él a quien todos querían parecerse? ¿No era él la figura soñada, la belleza como ideal encarnada?
Todo lo que le decían era una sarta de pavadas. Eran unos resentidos, esa es la verdad.
La única verdad.
¿Para qué iba a querer alguien como él juntarse con esos imbéciles?
No tenían nada para ofrecerle. Ningún secreto que revelarle. Y sin embargo los extrañaba. Demasiado…
Poco a poco lo fue aceptando. Comenzó a tomarlo como un hecho normal. Una prueba del destino. Un pequeño sacrificio por su don. Era como si todos se hubieran muerto. Todos menos él. No los extrañaba. No necesitaba a nadie más. Ni siquiera podía verlos. Sólo tenía ojos para sí.
Vivía muy feliz en el cautiverio que él mismo se había autoimpuesto. Encerrado dentro de su imagen. No lo sentía como una prisión ni una trampa. Para nada. Y sin embargo, un solo pensamiento, literalmente, lo desvelaba. Hacía varias semanas que no podía pegar un ojo. Pasaba todas las noches dando vueltas en la cama, para un lado y para el otro. El cuerpo pedía descanso, completamente exhausto. Pero su cabeza funcionaba a mil. No podía parar de pensar. Buscaba una salida a su situación. Alguna salvación que lo desviara del destino que él mismo se había trazado. Después de todo, ¿por qué tenía que terminar su vida justo ahora?
Era quizás el momento de mayor felicidad que había conocido jamás. Recién ahora, en los últimos meses, había podido aceptarse tal como era. Sin dolor. Sin llantos. Sin sentir el peso agobiante de su soledad.
Se sentía muy bien. Sabía –con una certeza que da pavor- que nadie jamás había estado en su lugar. Ninguna otra persona antes había experimentado lo que él estaba viviendo ahora, en carne propia.
Dentro de muy poco iba a cumplir treinta años. El plazo se agotaba. Su belleza iba a comenzar a marchitarse rápidamente. Ni siquiera en cuestión de años. Sino ahora. Muy pronto. Ya. Todo sucedería casi sin que se diera cuenta. En horas, minutos. Apenas en un instante. En un parpadeo su vida se iba a derrumbar. Y él no podía permitirlo. No había nacido para eso. No tenía por qué vivir para presenciar su deterioro, su decaimiento general. Las arrugas, los granos, las jorobas, los cayos, las infecciones de la piel estaban ahí nomás, agazapadas, esperando su oportunidad. Preparando el inevitable asalto final. Su piel comenzaría a agrietarse. Se pondría áspera y rugosa. Su rostro perdería su color habitual. El cabello se le caería. Peor aún, comenzaría a encanecer. De sólo pensar en todo lo que iba a sucederle, se sentía aterrorizado. Un tipo de terror que lo sumía en una profunda parálisis.
Pese a que, desde hacía mucho tiempo se venía preparando intelectualmente para afrontar su desenlace, llegado el momento no sabría qué hacer. Cómo reaccionar. A quién pedirle ayuda.
Si es que podía pedirle ayuda a alguien.
No. No podía.
Justo ahora, cuando todo estaba a punto de precipitarse, dudaba. Tenía un miedo indecible, inexpresable. Necesitaba a alguien. Cualquiera. Quién fuera. No importaba quién. Alguien que pudiera aconsejarlo, mimarlo, admirarlo. Como en sus buenas viejas épocas. No tan lejanas. Alguien que le dijera cómo tenía que lidiar con este proceso que de un momento a otro iba a asaltar y a fagocitar su imagen. Antes tan perfecta.
No sabía si aquella decisión que había tomado hacía tantos años atrás, era ahora la más adecuada. Fue muy sencillo en ese momento optar por suicidarse a los treinta años. Cuando esa edad era una perspectiva lejana y vaga para él. Fue bajo ese estado de ánimo, cuando un día cualquiera se levantó y se dijo: A los treinta me mato. Una decisión tomada con un candor y una irresponsabilidad que sólo la juventud puede dar.
Ahora el tiempo había transcurrido. Y su juventud se había ido. Casi sin que se diera cuenta. Sin pensar en ella. Como si hubiera creído que iba a quedarse con él para siempre. Pero no. Lógicamente se había ido. Y entonces comenzaba a dudar.
A veces se sorprendía pensando que unas arrugas en la frente no le iban a hacer ningún daño a su imagen. Más bien al contrario: Le darían quizás una cierta distinción. Un toque de fina elegancia. Se sorprendió pensando lo mismo otro día, con respecto a la aparición de dos o tres canas en su tupida cabellera castaña.
Qué clase de problema real podían llegar a representar las canas, que un poco de tintura no solucionara. Estaba convencido de que estos cambios lo harían mucho más atractivo ante sus propios ojos. Los únicos que importaban, por otro lado. Su imagen se vería favorecida, intensificada, adornada por un aura de distinguida madurez. Era cuestión de sentarse a esperar y ver qué pasaba. Cómo su imagen iba asumiendo y procesando los cambios.
No había ningún motivo para tomar decisiones apresuradas, frutos de un arrebato.
Después de todo, siempre había detestado a esos personajes que hacían un culto de su juventud, se dedicaban a todos los excesos posibles, y morían muy jóvenes.
Él no quería ese final para sí. Las drogas, el sexo y el alcohol nunca le interesaron.
No tenía un solo vicio. Admirar su imagen hasta el hartazgo no era algo que él pudiera llamar vicio.
Y sin embargo, sabía que cuando pensaba de esta manera, no hacía más que engañarse. Para él no había términos medios. Siempre, desde chiquito, todo en él reclamaba los extremos: perfecta belleza eternamente joven, o muerte.
Eso de la madurez era una pavada. Cuentos de viejos que no querían aceptar que eran muertos en vida. Que nunca estuvieron vivos, para ser exactos.
La descomposición del propio cuerpo empezaba primero por la de la mente.
Se daba cuenta, en sus momentos de mayor lucidez, que pensar de esa manera iba a destruirlo. Querer adornar el deterioro de su cuerpo era un signo de que estaba cayendo muy bajo. A sus ojos, que habían conocido su momento de mayor esplendor, iba a resultarles insoportable observar la ruina en que se convertiría apenas empezara a envejecer. No podía conformarse con menos de lo que había sido en su mejor época.
¿Y si esperaba unos pocos años? ¿Y si su vejez resultaba ser tan magnífica y espléndida como lo había sido su juventud? Él era un ejemplar único. Todos estaban de acuerdo.
No había ninguna duda.
Quizás lo que en los demás era un proceso inmundo y degradante, en él se daría de forma maravillosa. Única. Quizás sus arrugas, sus cayos, sus granos, sus verrugas, su acné, sus eczemas, sus infecciones de la piel, sus patas de gallo, no fueran tan espantosas.
Pero tenía que estar ahí para poder comprobarlo. Debía sentarse a contemplar en absoluto silencio su decadencia física.
Una furia sorda lo asaltaba y lo enceguecía.
No.
Sabía que no. No podía aceptarlo. No tenía que dudar.
Comprendió en ese momento que no había alternativas. Su corta vida había sido tan espléndida… La magnificencia de su imagen era un motivo de sobra para resistirse a lo inevitable.
Los últimos días se sentía desfallecer. Estaba agotado. Al borde de sus fuerzas. Había dedicado largas horas a dilucidar cuál sería el mejor método. Nada muy agresivo ni invasor. Ninguna opción que lo desfigurara. Eso lo tenía bien claro.
Después de muchas idas y vueltas, se decidió por el envenenamiento. Fue la alternativa que más lo convenció. De esa manera, las lesiones serían exclusivamente internas. No le harían ningún daño a su imagen. Al menos no al principio, en el comienzo del fin, que era lo que más le importaba. Pasado el tiempo, ya dejaba de ser problema suyo. No le interesaba lo que le ocurriera a su cuerpo. Una vez que el veneno hubiera hecho estragos. En ese momento, su cuerpo –ese objeto de deseo tan preciado, tan amado por él a lo largo de su vida- dejaría de pertenecerle. Se volvería deforme. Sería alimento para los gusanos. Y no esa fuente de belleza inagotable que supo ser.
Pero ésa era otra historia. Otro miedo más al que enfrentarse. Ya habría tiempo para eso. O no. Qué importaba. En el final, ya no sería él, en todo caso. No se reconocería en ése que había sido envenenado. Sería otro. Se volvería otro. Uno cualquiera. Un desconocido. Uno más del montón. Una porquería sin nombre. Inmóvil. Inerte. Un anónimo cualquiera. Nadie…
Durante las últimas semanas había comenzado a ingerir –en un proceso que desde el principio fue planificado minuciosa y concienzudamente- pequeñas dosis de veneno. Poco a poco su organismo se había ido intoxicando. Los efectos comenzaban a hacerse sentir, mucho más allá de lo imaginado. Los dolores de espalda, estómago y riñones le hacían la vida –o lo que le quedaba de ella- imposible. A toda hora, sus órganos vitales le recordaban el daño que les había infringido. Se sentía miserable. No estaba arrepentido. Al contrario. Tenía la firme convicción de que estaba haciendo lo debido. Una vez que se decidió, no volvió la vista atrás. Nunca. Ni dio el brazo a torcer.
Más enfermo se sentía, más orgullo tenía. No tanto por el pálido reflejo en que se había convertido ahora. Sino por lo que había sido antes. En pleno uso de sus facultades.
Pero lo que más lo afectaba era algo insospechado. Se sentía feo. Muy feo. Horrible. No podía mirarse al espejo. El veneno le había arrebatado su hermosura. Más aún: lo había dejado hecho un estropajo.
Tenía la pretensión de querer controlar los efectos secundarios. Cada pequeño o gran sobresalto. Ese deseo era lo único que le quedaba. Y se llevaba el resto de su desfalleciente energía vital. Esta pretensión se reveló como rápidamente infundada. Era el veneno el que controlaba su cuerpo y su imagen. Y no él. Ya no más él. Un enemigo conviviendo dentro de su propio cuerpo. Sus días de felicidad, lucidez y altiva soberbia, ya no volverían. Su antigua juventud se reía a carcajadas de él. Por esa inmundicia en que se había convertido.
¿Qué sentido tenía? ¿Para qué continuar de esa manera? ¿Por qué no asumir que sus encantos se habían apagado ya definitivamente, desde hacía mucho tiempo antes?
Ahora era nada más que un saco de huesos. Y un amasijo de piel putrefacta. Ésa era su realidad. Tenía que aceptarla… Su madre había muerto con dignidad. Ahora le tocaba a él continuar con la tradición familiar.
Apuró el último trago amargo. Ingirió sin pensárselo dos veces la dosis final. La que sabía que iba a matarlo. Su rostro empalideció. Tomó un color sorprendentemente azulino. Nunca fue más justo, al ver un rostro en ese estado, hablar de la palidez de la muerte. Sus ojos permanecían bien abiertos, observando un punto fijo, perdido en el espacio. La totalidad de su cara formaba una grotesca mueca de espanto.
Comenzó a sufrir convulsiones y ataques que lo arrojaron con violencia de su cama –en donde yacía acostado- y lo dejaron en el piso húmedo y helado. Antes de ser víctima de un último estertor, intentó infructuosamente agarrar con su mano derecha el pequeño espejo de mano, (el mismo en el que solía mirarse todas las mañanas, al despertarse), que se encontraba a su lado, en el piso. Quería contemplarse por última vez. Aún en ese estado. Un instante antes del final.
No lo logró. No le alcanzó el estirón que a último momento había intentado.
Si lo hubiera alcanzado, si hubiera llegado a tomar el espejo entre sus manos, se habría dado cuenta de que el vidrio estaba roto. Partido a la mitad. No pudo soportar el impacto que había sufrido al chocar contra el suelo. En el ataque que lo había arrojado fuera de la cama.
Como no tenía dinero, y todos sus familiares hacía mucho tiempo que habían muerto, lo enterraron en una fosa común. En el cementerio municipal.
A su entierro no acudió nadie.