Andamos a paso rápido, sin mirar nunca hacia atrás, destrozando todos los puentes una vez que los cruzamos. Destrozándolos o quemándolos, lo mismo da. Sin posibilidad de volver sobre nuestros pasos jamás. Hace tiempo solíamos saltar de puentes rotos. Nos arrojábamos a una finísima base de cemento, apenas sostenida por enormes columnas endebles, en el medio del río. Pero eso fue en otra vida. En otro lugar. Y por más que ahora quiera construir todo igual, sé que no durará mucho más. Nunca supe aprender a esperar.
Fuimos principiantes siempre.
Nunca nos soltamos.
Nunca nos dejamos.
Nunca fui yo quién guió, en medio de ese rápido revuelto, de esas olas violentas.
Soportamos todos los golpes.
Me resulta muy sorprendente: la columna, la perseverancia, nuestras manos.
Y aunque apenas logré ver el siguiente paso, sé que ahora estoy acá, tratando de ser otra.
Es la sed del principiante, la que ahora me acomete.
Nada malo me puede pasar, por más que me encuentre en una tierra muy distante.
Por más que nadie hable mi lengua.
Es un país de modales bruscos y de nuevas guerras.
Incomprensibles.
Insignificantes.
Caminamos en puntas de pie. Con pasos apenas audibles.
Tratamos de pasar desapercibidas.
Es imposible lograrlo.
No hay manera.
Nuestra piel, nuestro andar, nuestros hábitos…
Todo nos delata.
Olvidar, empezar.
Empezar a olvidar.
Lo que fuimos.
Para camuflarnos.
Para sobrevivir.
Y si bien venden boletos de tren que nos devuelven al pasado, al otro lado del río, decidimos que no.
No queremos volver.
No podemos.
Decidimos dejar todo atrás.
Y volver a saltar de puentes rotos.
Olvidar, empezar.
Empezar a olvidar…
Nunca supe aprender a esperar.